En la entrada de la vivienda de Victorio Ramos hay un brete, y a un costado, un poste de madera y herraduras esparcidas por doquier. El escenario le ahorra la necesidad de un cartel publicitario. Cualquiera que pase por su puerta sabe que allí vive el herrero. Ramos lleva 25 años en el rubro y no duda en afirmar que todo aquel que necesite preparar un caballo terminará golpeando las palmas al frente de su casa.

Aunque la fama lo acompaña, Ramos no trabaja tanto como en el pasado. Según sus cálculos, perdió el 75% de los clientes. “Antes se usaba mucho más el caballo, ahora la gente prefiere el cuatriciclo”, opina. Y justifica: “es caro tener un animal”. La temporada alta para su oficio llega con el comienzo del verano. Después, todo decae.

“Antes, los padres mandaban a sus hijos a herrar los caballos al principio de las vacaciones y a los 15 días los chicos volvían porque ya habían gastado las herraduras. Llegaban con sus ahorros, las pegaban ellos y me pedían que no comente el asunto a sus papás”, recuerda emocionado.

Los viejos y buenos tiempos se cuelan con facilidad en su relato. “A veces la herradura se les rompía en medio del cerro y la intentaban arreglar ellos, pero, después, siempre venían gritando ‘¡Victorio, salvános!’”, dice el herrero. Los clavos mal puestos solían ser la causa de aquellos males. Con paciencia, el problema quedaba solucionado.

La costumbre de montar a caballo ha ido perdiéndose entre veraneantes y lugareños. “Antes había muchos más campos que ahora. Los de aquí usaban el caballo para trabajar”, explica Ramos, que aprendió el oficio en parte practicando con sus caballos y en parte con los consejos de su vecino Panta Río, que lo tomó como ayudante para la colocación de herraduras.

En aquella época, la labor era del herrero era muy distinta. “Antes no existía el brete. Usábamos ese palo”, dice señalando el poste de la entrada. “Y el caballo empezaba a patear y había que tener mucha suerte para que no te pegue. Se hacía de a dos, uno agarraba la pata y el otro ponía la herradura”, acota. “Afortunadamente a mí nunca me golpeó ninguno”, agrega Ramos con orgullo.

El herrado (que para las cuatro patas cuesta $ 170, con herradura incluida), en el presente, se perfecciona con una tenaza “desvasadora”, una escofina, un martillo y una pinza para remachar. La paradoja es esta: herrar hoy es más fácil, pero se hace mucho menos. Aunque lo reconozca con melancolía, Ramos se mantiene firme en su puesto, dispuesto a ayudar a los jinetes y amazonas que todavía recorren los cerros, y que precisan “zapatos” para sus fieles caballos.